Revista Capital, jueves 28 de abril de 2016.
Por: Manuel Antonio Garretón, sociólogo, profesor de la Universidad de Chile
Pasado el momento de los justos homenajes a quien fuera uno de los más destacados políticos chilenos desde mediados del siglo pasado y primer presidente de este período democrático, tiene sentido plantearse algunos elementos para el análisis y evaluación del papel jugado por Patricio Aylwin. Mi recuerdo en esta materia es, en primer lugar, el activo rol que jugó como senador y presidente de la Democracia Cristiana durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva, principalmente en la batalla parlamentaria por la reforma agraria, de la que fue su gran elaborador jurídico. En segundo lugar, el papel, a mi juicio negativo, jugado de nuevo como dirigente de la DC durante el gobierno de Salvador Allende, en que se equivocó en el juicio sobre los militares y lo que sería una dictadura, viéndola como un mal menor y, por lo tanto, no oponiéndose al golpe militar como algunos militantes y dirigentes de su propio partido hicieron.
Pero su lugar en la historia de Chile estará dado por su participación en el proceso de término de la dictadura e inicios de la democracia. El liderazgo de Patricio Aylwin pertenece al tipo de lo que puede llamarse liderazgo instituido o constituido por oposición a lo que sería un liderazgo instituyente o constituyente. El primero es el que implementa, canaliza y dirige lo ya constituido. El segundo, es el que crea o genera un movimiento o un proceso e inaugura una época.
Tanto en el liderazgo ejercido durante la UP, como luego en la lucha contra la dictadura y en el primer período democrático postdictatorial del cual fue presidente, Aylwin asumió una responsabilidad que le fue conferida por otros. Una, por la oposición golpista de derecha a Salvador Allende; otra, por la oposición a la dictadura y su rol en la coalición de centroizquierda, tanto como Concertación de Partidos por el No en el plebiscito de 1987 y luego en la Concertación de Partidos por la Democracia para asumir el gobierno consagrándolo presidente. En ambos casos, fue no el creador ni fundador, sino el conductor, y en esa calidad principal intérprete de lo que debía ser el proyecto correspondiente.
Así, hay que aceptar que Aylwin presidente fue un producto de la alianza de centroizquierda y del proceso de cambio de régimen dictatorial. En esa calidad de implementador, cabe destacar su estilo de político tradicional, democrático, serio, responsable y dialogador, sabiendo dirigir algo que no había creado. Y en ese sentido, es normal que él les diera un sesgo a la coalición y a su gobierno acorde con lo que era su trayectoria, distinto al que le hubiera dado un Gabriel Valdés o un Ricardo Lagos, para hablar de los principales liderazgos fundantes o instituyentes de esa época en el campo democrático. Y ese sesgo vino dado por no intentar terminar con los fundamentos de la herencia de la dictadura en el plano socioeconómico y político, sino aprovechar los espacios que esa herencia permitía. La medida de lo posible, aplicada no sólo a la cuestión de la justicia, sino sobre todo en estos campos, fue dada a partir de un juicio discutible sobre lo que era la situación del país y de una interpretación particular de lo que eran las potencialidades del proceso que se iniciaba.
Así, más allá de los grandes mejoramientos económicos y sociales, lo cierto es que el avance hacia la superación del modelo heredado de la dictadura en lo socioeconómico y sus mecanismos de acumulación, y no sólo su corrección y por lo tanto consolidación; y hacia la superación de los enclaves autoritarios, y no sólo la utilización de los espacios permitidos por ellos, pudo haber sido mayor. Y decir, como lo hacen muchos hoy, que no había ninguna posibilidad de expandir los límites de eso posible, es reducir la política al juicio de la autoridad o de los técnicos, con lo que se niega la esencia misma de la política, que es el debate social y político de lo que es posible.
Este sesgo se perpetuó en los gobiernos de la Concertación y su precio pudo apreciarse con la crisis del modelo, puesta en evidencia con las movilizaciones de 2011-2012, y la consiguiente ruptura entre política y sociedad agravada estos últimos años. El proyecto encabezado por Michelle Bachelet y la Nueva Mayoría busca, precisamente, cambiar este sesgo por uno de carácter transformador del modelo heredado de la dictadura.